jueves, 18 de abril de 2013

Introducción de "Lilas en un prado negro" de José Luis Alvite.

    Del mismo modo que hay personas que pierden el apetito por culpa de haber soportado durante mucho tiempo el hambre, a mí me ocurrió durante bastantes años que al cabo de muchas noches sin ir a cama me di cuenta de que si resistía cada madrugada con los ojos tan abiertos era porque me había desvelado el sueño. Se producía entonces en mis ojos la redundancia de un cansancio lento y descreído, la rutina braseada de una luz taciturna, casi funeral, que me permitía ver las cosas con la misma calma minuciosa y deletreada que si fuese a describir una manzana redactando su brillo lampiño, con el pulso coagulado de una estatua, en la tez rugosa de un papel de lija. Mi amigo el fotógrafo compostelano Tino Martínez quiso retratarme en aquella época porque le pareció que por mi mala vida había llegado por fin ese momento irrepetible en el que en el rostro de un hombre agoniza sin garra el estribillo manido de la vida y tararea sus trazos en carboncillo la inminencia del último fracaso, la jerga de su epitafio, la víspera enjuta de su muerte. Nos citamos para su trabajo, pero me pudo la desidia y nunca aparecí. Al poco tiempo di con mis huesos en un psiquiátrico porque en medio de la oscuridad de mi existencia comprendí que necesitaba que alguien me ayudase a encontrarle explicación a mi tendencia autodestructiva y a todas aquellas noches de insomnio en las que a veces me metía a deshora en el retrete del garito, me apoyaba de manos sobre el espejo del lavabo y tenía una náusea ácida y vacía, un vómito de humo. El doctor Ignacio Tortajada se me quedaba mirando mientras yo le contaba mis emociones y le confiaba mi destino con lágrimas en los ojos, con el rostro aterido de resignada extremaunción y fruncido por la culpa, al mismo tiempo calmoso, lento y ecuánime, con la voz profunda y tupida, las manos enguantadas por la lana del cansancio, sincero y entregado como un perro que considerase agua el cuero mamado de su aliento y al que el dolor de un estacazo hasta le pareciese el esqueleto de una garza. Mi amigo psiquiatra jamás se puso serio conmigo, ni pretendió siquiera disuadirme de aquella manera de vivir. Bien sabía el que mi salud mental me preocupaba menos que mi empeño amanuense de caminar al tacto hacia la caligrafía abismal del barranco, así que me recetó un tratamiento a sabiendas de que jamás lo cumpliría y me recibió luego unas cuantas veces en el viejo manicomio de Conxo, hasta que dejé de ir por su despacho porque temía que, por culpa de caer en la tentación de la salud, desistiese durante el resto de mi vida de aquella existencia solitaria y extrema, siempre al borde de sucumbir, algo sórdido y empedernido, como un náufrago receloso de que, por huir de las olas nadando furiosamente hasta la orilla, al final, por culpa de salvar la piel, le cogiese el frío caído sin aliento sobre la arena mojada de la playa, como un fugitivo de vidrio desplomado en un charco de vaho.
     Escribí en aquella época dos centenares de artículos seriados como una sucesión de historias narradas por un tipo que llevaba unos cuantos años recluido en un manicomio, un hombre insomne y estoico en el que me desdoblé para vaciar mis angustias y mis miedos de entonces, la soledad que había cultivado con ahínco y el silencio al final de las noches, aquel silencio casi sacramental en el que solo a veces sentía -como el mordisco de una encía de pana rosa en la pulpa de una calabaza amarilla- el somormujo del remordimiento hurgando a deshora en el orbe abdominal y submarino de mi conciencia. Al releer ahora aquellos textos me he encontrado con un hombre que siempre estuvo conmigo y del que sin embargo desconocía muchas cosas, y he sentido una mezcla de estupor y compasión, como si en mis ojos de leer hubiesen resucitado a deshora los ojos insomnes de aquel periodista en cuya mirada tantas noches agonizaron, como una limosna, las sobras ácimas y tardías de la luz eléctrica.
    Ni he vuelto por el manicomio, ni soy al pie de la letra el de entonces, es cierto, pero aun ahora, años después de aquello, a veces echo la vista atrás y siento de nuevo la tentación de vencer el sueño persuadido por la esperanza de que por fin pueda ver en la penumbra cuatro arrobas de lilas floreciendo como esputos de luz en la esquela devastada y aluvial de un prado negro.